8/3/11

Loco un poco


Junto con la largada de esos equinos numerados con patas musculosas y máscaras de colores se desatan, entre los apostadores, tensiones, suspiros, tragos difíciles y hasta lágrimas, gritos de aliento o puteadas a granel.

La carrera es la vida: un electroshock de minuto y medio en ese estado de coma desolador que es una reunión turfística. De deporte de reyes a deporte de garcas y pichones, bohemios, borrachos o simples buscas, como el Perro, el Negro Masa, Melena y tantos otros que parecieran obedecer a una tácita prohibición de nombres propios dentro del recinto.

El hipódromo argentino está tan cerca y tan lejos del Palermo globalizado. “Maldito seas Palermo, me tenés seco y enfermo” recita un viejo con pozos en la cara dignos de preceder yacimientos petrolíferos enteros. La carrera agoniza y tres caballos se apretujan en el frente estirando el hocico lo más que pueden. Todos los pares de ojos brillan apremiantes ante los televisores empotrados arriba, sobre los perfiles torcidos y el dolor de las nucas, sobre el jadeo de las respiraciones y el olor a plata quemada. Ante ese mar de magras certezas y disminución del poder adquisitivo, comienza un barullo de gritos aislados rogando piedad a un Dios que no entiende de azar, porque él es todo lo contrario. Cincuenta metros finales, hay una ardua lucha en la delantera y se esgrime una cabeza por sobre las demás en el instante de la verdad. Gardel tuvo razón y cruzaron el disco.

1 comentario:

franca(mente) dijo...

El otro día pasé por una casa de lotería en la que, evidentemente, se hacían también apuestas de caballos, porque todos,(hombres), miraban una pantalla de 14 pulgadas frenéticos.
No les saqué una foto y me arrepentí.