Junto con la largada de esos equinos numerados con patas musculosas y máscaras de colores se desatan, entre los apostadores, tensiones, suspiros, tragos difíciles y hasta lágrimas, gritos de aliento o puteadas a granel.
La carrera es la vida: un electroshock de minuto y medio en ese estado de coma desolador que es una reunión turfística. De deporte de reyes a deporte de garcas y pichones, bohemios, borrachos o simples buscas, como el Perro, el Negro Masa, Melena y tantos otros que parecieran obedecer a una tácita prohibición de nombres propios dentro del recinto.
El hipódromo argentino está tan cerca y tan lejos del Palermo globalizado. “Maldito seas Palermo, me tenés seco y enfermo” recita un viejo con pozos en la cara dignos de preceder yacimientos petrolíferos enteros. La carrera agoniza y tres caballos se apretujan en el frente estirando el hocico lo más que pueden. Todos los pares de ojos brillan apremiantes ante los televisores empotrados arriba, sobre los perfiles torcidos y el dolor de las nucas, sobre el jadeo de las respiraciones y el olor a plata quemada. Ante ese mar de magras certezas y disminución del poder adquisitivo, comienza un barullo de gritos aislados rogando piedad a un Dios que no entiende de azar, porque él es todo lo contrario. Cincuenta metros finales, hay una ardua lucha en la delantera y se esgrime una cabeza por sobre las demás en el instante de la verdad. Gardel tuvo razón y cruzaron el disco.