-La base de datos de virus ha sido actualizada- me comunicó la notebook que había estado callada largo rato e irrumpía en la quietud de la madrugada en español neutro, con un sonido entre robótico y tremendamente humano, sintiendo humana pena por quien se refriega los ojos frente al fluorescente de la pantalla. Estuve despierto toda la noche.
El grillo del patio de invierno no canta hasta pasada la medianoche y nunca después de la una. Con increíble precisión matemática entregó a la luna unos agudos chirridos, complejos, uno detrás del otro, anunciando el clima: se ve, por el frenesí de los cri-cri, que se estaba cagando de frío. Con interrupciones esporádicas del goteo perpetuo de la canilla del baño, pasaron las horas. Supe que eran las cinco y veinte con el primer tren a Moreno. Pude poner “Volvió una noche” por Julio Sosa antes de querer dormir y me acordé del tocadiscos de Mar del Plata cuya púa ofrece, con cada sonido y silencio, un crepitar tenue que rememora un budín cocinándose o una lluvia en la ventana. Por esas cosas ahora llueve en la ventana y me pongo a escribir mientras sale el sol sin la ayuda de los pájaros.
Cuido mucho que los ruidos alrededor no me alteren y elijo un disco de Alberto Rojo que todavía no escuché. La música andina es como la japonesa en algún sentido: la escala pentatónica; avaras gotas de una clepsidra, diría Borges, que del parlante emergen, un mix de cholita y geisha sin que importen las diferencias. Ya es muy tarde y demasiado temprano y los ruidos de la calle invaden mi casa. Debo salir y estar con ellos para no sentirlos. Camino entre murmuros de gente, de cosas, la voz de Lucía que dice qué tiempo loco carraspeando en loco luego de hablar casi de memoria.
Casi nunca elegimos la banda sonora de nuestra vida y yo no soy la excepción. Busco y encuentro un título para mi película; un cartel aurinegro de Macri & Co dice Escuchando Buenos Aires y yo, probablemente, ya esté dormido.